Corría el año del señor de 2013 y estaba de visita un hermano de mi papá. Curiosa, le pregunté qué estaba haciendo en su recién estrenada jubilación. Emocionado, me contó que habían rescatado un piano y estaba aprendiendo a tocarlo. Me alegre por mí tío Pepe, que a sus 60 años estaba iniciando una nueva etapa con ganas de cumplir sueños que habían quedado pendientes de su juventud.
Se fue mi tío. Se quedó una inquietud.
Cinco años atrás, yo quería aprender a tocar el piano. Miraba con envidia a mis compañeras que podían convertir las teclas en música.
Primero me console pensando que en el peor de los casos, podía hacer lo que hizo mi tío. Esperar a mi jubilación y ponerme al parejo con mis compañeras. Pero esa solución no me satisfacía. Pensé en esos cuarenta años que había entre seguir mirando con envidia a las pianistas.
De aquí a mi jubilación quedaba demasiado tiempo, especialmente porque todavía no había ni empezado a trabajar. Mis circunstancias no eran las de mi tío, que había tenido que cargar con la responsabilidad de una familia u otra desde su juventud. Afortunadamente, yo vivía con la única obligación de estudiar.
Para quitarme la inquietud, la semana siguiente estaba frente a un teclado, bajo la mirada atenta de mi instructor, que me explicaba cómo convertir esas manchas en notas musicales.
Al pensar en los 40 años que me faltaban para cumplir me di cuenta de que mi razón para posponerlo era que mi jubilación era esa etapa mítica en el que tendría dinero y tiempo para hacer lo que quisiera. Y entonces pensé cuánto tiempo libre me quedaba ahora que era estudiante y cuánto tiempo libre suponía que tendría una vez que empezará a trabajar. Era ahora o dentro de 40 años.
Entonces decidí que a mis 20, era demasiado joven para empezar a decir cuando me jubile. Y era lo suficientemente vieja para empezar a tachar cosas de la lista de sueños.
Con cariño para mí tío Pepe.