El paciente de la habitación con vista a la calle
Hoy no hay lección, sólo una historia para acompañar tus mañanas nubladas.
Cuando ya entraste a un asilo, hay muy pocos motivos para salir. Visitas al médico y vueltas al panteón. Se distinguen porque de las segundas regresas con una palidez y un silencio particular. Todos los demás compañeros del asilo saben que del camposanto regresas preguntándote qué tan pronto serás tú la causa de que los demás tengan que hacer una salida.
Después de cinco años en el asilo, realmente detestaba los entierros. Pero a este no podía faltar. Julia había fallecido de un infarto en casa de su hermana menor. Julia, mi amiga de toda la vida.
La noticia me había llegado junto con el café de la mañana. Aturdido, cogí el bastón al pie de la cama y con una velocidad que pondría orgullosa a la tortuga más vieja del acuario logré llegar al buró. Había empezado a rebuscar en el cajón cuando una enfermera me vio. Fue ella quién encontró el álbum de pastas gastadas. Con una delicadeza profesional me acomodó en el sillón y me dejó el álbum.
Empecé a llorar a la par que recordaba las manifestaciones y protestas a las que habíamos asistido de jóvenes, inmortalizadas en un par de fotografías borrosas. De ahí, aparecíamos sonrientes y formales en nuestra graduación y después, volvíamos a salir de gala y sonriendo pero esta vez la ocasión era mi boda. Julia desapareció por un tiempo de las fotos, sólo para reaparecer como madrina en el bautizo de mi segunda hija. A partir de ahí, sus bellos ojos verdes y su pelo negro eran una constante en cada celebración familiar.
No necesite las fotografías para recordar las veces que llegué pasado de copas a su pequeña casa de vivienda popular. Julia, con su bata rosa me preparaba unos chilaquiles -Para la cruda-, mientras yo le contaba mis problemas con Regina, mi esposa. En cuanto estaba segura de que yo ya estaba en condiciones de volver, llamaba a un taxista amigo suyo y antes de que el carro arrancara me pasaba siempre un chocolate. -Y este es para la cruda del corazón- y con un suspiro se metía a su casa. Yo hacía el camino de regreso a casa con mi chocolate y el olor a romero que salía del cabello de Julia para quedarse pegado a mi nariz cuando ella me abrazaba antes de subirme al taxi.
Al día siguiente volví a recibir una sorpresa junto a mi café matutino. Julia había dejado una caja con mi nombre en casa de su hermana. Mina, mi hija prometió pasar por ella y traerla en la siguiente visita familiar.
Ese domingo, después de que el marido de Mina acomodara la caja, quisimos ver que había decidido Julia separar para mí. Había un par de fotografías, invitaciones, unos cuadros de la temporada en la que vivió en Madrid después de graduarse y lo más importante, un fajo de cartas escritas por ella. También estaban el tintero y la pluma que utilizaba para escribirlas.
Ese tintero era una reliquia familiar heredada de su bisabuelo y lo que más me chocó ver dentro de la caja. Yo había supuesto que ese tintero iba a pasar a sus nietos porque la afición a la escritura no formaba parte de nuestra amistad. Era un hábito que ella tomó cuando vivía en Madrid y que yo descubrí por casualidad cuando la vi escribiendo. Al ver que la observaba, ella guardó rápidamente la hoja en un cofrecito con llave, devolvió la pluma al tintero y se negó en redondo a dejarme ver lo que había escrito.
Ahora, Julia me daba la oportunidad de leer aquello que había dejado bajo llave durante la mitad de nuestra amistad. Curioso e impaciente, empecé a buscar mis lentes por todos lados hasta que recordé que los había perdido en el comedor el viernes pasado. Mina, llevada por la curiosidad, se ofreció a leerme las cartas en voz alta. Ya le iba a decir que no, cuando ella me recordó que entendía bien la letra de Julia por todas las cartas que le había mandado en cada cumpleaños desde que se convirtió en su madrina. Acepté y me concentré en la voz de mi hija.
Era una historia, contada mediante las cartas que escribía una estudiante a su prima. Empezaba narrándole cómo había encontrado un nuevo mejor amigo en el primer semestre de la universidad y cómo poco a poco se iban enamorando. En un giro trágico, él decide casarse con una compañera nueva, un grado menor, justo al terminar la carrera. La estudiante, con el corazón roto se va a vivir al extranjero, haciendo la promesa de no volver para no ser lastimada de nuevo.
Me pase la mano por mi cabeza, ahora sin pelo, mientras algo repiqueteaba en mi mente, sin lograr concretar la idea. Mina guardó la última carta con ojos llorosos y miró a su esposo. Él se burló diciendo que ya había visto esa historia en las películas, yo asentí distraídamente mientras intentaba ubicar qué era lo que me había recordado la historia de la estudiante. Mina nos miraba a su esposo y a mí con una expresión que sólo le había visto a su madre. Era una mezcla a partes iguales de exasperación e incredulidad. Cuando vio que se terminó el tiempo de la visita y yo seguía con la misma cara de confundido, se compadeció de mí y al inclinarse para despedirse con un beso en la mejilla me dijo -Papá, ¿Qué no ves que lo que Julia escribió, es su propia historia?-.
No pude dejar de pensar en las palabras de mi hija el resto de la tarde. La única diferencia con la historia era que Julia sí había regresado, con la excusa de que encontró un mejor trabajo. En esa época mi relación con Regina estaba muy deteriorada y si no fuera porque estaba embarazada de Mina, ya nos habríamos divorciado. Yo había considerado que era una ayuda de la providencia el regreso de Julia pero ahora me daba cuenta que fue una decisión consciente de mi amiga, que había vuelto para ayudarme.
Por supuesto, soñé con Julia. Con los paseos que dábamos agarrados de la mano bajo la arboleda de la plaza. Con el vestido verde que reservaba para los domingos y cuando oí su risa de campanillas me desperté de golpe a las 3 de la mañana, convencido de que de alguna manera estaba ahí conmigo. Me sentí un idiota y me recordé que Julia ya no estaba en este lado de la realidad. Aún así, antes de conciliar el sueño creí oler a romero.
Los rayos del sol iluminaron el desastre: el viento había abierto la ventana, volcando el tintero sobre el álbum de fotos. Las rescate de la tinta, pero aunque hubiera manera de alisarlos y repararlos, jamás volverían a ser los mismos. La tinta los había convertido en imágenes grises, desde mis momentos más coloridos hasta los más azules. Ni siquiera una foto se había salvado. Lenta, penetrante, corrosiva había cambiado las fotos, eliminando el barniz alegre que el tiempo compasivamente había aplicado.
Esa mañana me convencí que Julia realmente me había visitado. Había viajado desde el más allá para su único acto de vendetta en mi contra, derramando el tintero de su perspectiva sobre todos mis recuerdos, dejando en ellos el regusto agrio de la culpa.
Yo ya era muy débil como para enfrentarme a la condena que se me daba por el único crimen de no haberla amado. Esa fue la razón de que voluntariamente me di permiso de olvidar, de convertirme en un anciano senil.