Pase el fin de año en una cabaña a la mitad de la sierra.
Las vistas, impresionantes.
El frío, implacable.
El internet, inexistente.
Sabiendo que iba a estar desconectada, traía varios libros. Así que el 31 después de desayunar y salir a curiosear entre los pinos, decidí sacar una silla al porche de la cabaña y quedarme leyendo.
Empecé a leer esperando desentenderme del mundo por un par de horas pero no pude avanzar ni diez páginas antes de detenerme.
No había nada ni nadie ahí para distraerme, la mitad de mis acompañantes estaban dormidos y la otra mitad habían bajado al pueblo para conseguir el carbón para la carne asada. El perro que en la mañana había rondado el desayuno poniendo ojitos tristes para recibir comida estaba ahora tirado a mis pies, disfrutando una siesta bajo el mismo rayo de sol que yo había escogido para darme calor mientras leía.
Era mi mente la que no me dejaba seguir leyendo. “¿Tienes las circunstancias ideales para concentrarte y es eso lo que escoges leer?” decía mi voz interna. Eso siendo la novela romántica que ya iba por mi tercera lectura del año. “Deberías estar aprovechando mejor tu tiempo” siguió mi voz interna.
¿Qué era según mi voz interna ese aprovechar mejor el tiempo? Leer algún libro de no ficción o aún mejor, un libro que me sirviera para programar mejor. O sea, el tipo de libros que leo porque TENGO QUE, no porque QUIERO leer.
Ni siquiera estando de vacaciones puedo apagar el chip de querer ser productiva, de pasar el tiempo de ocio de acuerdo con un estándar que, confieso, es completamente arbitrario. ¿Te ha pasado?
Si manejas seis horas, dejas tu mensaje de Out of office y cambias las fotos de instagram por la versión IRL de los paisajes pero sigues pensando en los problemas que dejaste en el trabajo, entonces tu cuerpo está en la playa pero tu mente sigue en la oficina. Estás haciendo el equivalente de querer nadar cuando estás en un templo. No es el momento ni el lugar.
Así que decidí si ejercer mi voluntad pero no para darle gusto a mi voz interna, sino para darme permiso de leer lo que me resultara más relajante en ese momento.
Porque así como en la alberca vas a nadar y al templo a rezar, yo había salido de vacaciones con la intención de recargar pilas.
Este no era un fin de semana de esos que me encierro a programar para poder entender un concepto.
No era un viaje en carretera en el que voy leyendo para no quedarme atrás con mi club de lectura.
Estos cuatro días que tomé a fin de año eran para consentirme, desconectarme de la rutina y conectar con las personas que viajaron conmigo. Leer un libro de no ficción para evitar un regaño interno no iba a ayudarme a cumplir con ese objetivo, leer mi novela cursi, si.
Irónicamente, una de las cosas más retadoras de mi sabático fue aprender a tomar pausas. Resulta que no hacer nada sin sentir culpa es a veces más difícil que hacer algo que no quieres. Aún no lo domino pero si algo aprendí es que hay un momento para cada actividad.
Si ya cubrí mi cuota de actividades productivas en el día, entonces puedo tomarme el resto de la tarde. La lista de pendientes de mañana no tiene derecho a ocupar ese espacio de descanso. Tampoco tiene derecho a hacerme sentir mal por estar haciendo cosas “improductivas”.
Y si anote el fin de semana en el calendario como tiempo de descanso, entonces puedo empezar con una caminata para relajarme, mandar pedir la comida para no tener que preocuparme ni por cocinar ni por limpiar y ponerme al corriente con la serie que tengo pendiente.
Así como cumplo con lo que tengo que hacer, también le debo ese mismo compromiso a mi descanso.
Es por eso que cuando mis acompañantes regresaron de las compras, me encontraron leyendo el final de una novela rosa.
p.d. una probadita de las vistas con las que empecé el año.