La credulidad de una niña de 7 años.
Porque las creencias limitantes se implantan más pronto de lo que crees. Entrada #75
Los niños son más peligrosos de lo que les damos crédito. Con su bonita capacidad de abrir la boca sin medir las consecuencias, han dañado a más de uno. O tal vez sólo a mí me ha tocado la mala suerte de tener un primo cuyas mentiras eran muy convincentes.
Tenía 6 o 7 años y después de ver a las gimnastas en las olimpiadas le rogué a mi mamá que me llevara a clases. Tanto le rogue que mi mamá aceptó pero me explicó que mi tía le iba a hacer el favor de llevarme y traerme porque a ella le quedaba de paso. Así que iba llena de emoción en el carro, echándole un monólogo a mi primo sobre lo que hacían las gimnastas: los splits, las vueltas de carro, el colgarse de las barras.
No sé si lo fastidie y lo dijo para callarme. O tal vez me estaba jugando una broma. El punto es que él me dijo que ya había ido a clases de gimnasia y que si no logras que te salga en la primera clase, ya no tienes otra oportunidad. Tienes que ser buena a la primera me dijo, porque sino, los profesores ya no te hacen caso.
Fui con esa advertencia que llegue a mi primera clase.
¿Cómo crees que me fue? Terrible.
Tenía tanto miedo de echar a perder mi única oportunidad que no lo intentaba y cuando la profesora se acercó para explicarme me salió mal.
Salí llorando y ahora los ruegos fueron para que mi mamá no me hiciera ir otra vez a la clase. Claro que nunca me tomé el tiempo entre sollozo y sollozo de explicarle a mi mamá porque no quería volver. Si lo hubiera hecho, otra sería la historia.
Lo malo es que ese concepto de que si no eres bueno de forma natural, no tiene caso intentarlo se quedó conmigo.
¿Por qué le creí tanto a mi primo si en ese momento era otro escuincle de 6 o 7 años? Tal vez porque él siempre ha tenido cierta facilidad para las pruebas físicas, entonces en mi mente, tenía la credibilidad de decirme cómo funcionaba esa parte del mundo. Tal vez porque hasta ese momento todo lo de la escuela se me había dado fácilmente, incluido el aprender a leer y escribir, así que asumí que todo tenía que ser así de fácil o no tenía talento para ello y sólo las personas talentosas pueden hacer las cosas.
Montar en bici, nadar, todas los deportes que te ponen en la clase de educación física. Todas esas oportunidades de volverme buena en algo, de aprender a querer la actividad física que no tomé porque venía arrastrando un comentario al azar. Y en lugar de perseverar pues mejor seguía mejorando en algo que si se me daba, lo académico. Tanto que acabé tratando a mi cuerpo como un vehículo para trasladar a mi cerebro, como dice un amigo.
Afortunadamente a ese cerebro que tanto me sirvió para destacar en la escuela, también le gusta leer. Leyendo encontré que el talento natural es muy, muy escaso y que a la mayoría le toca meterle años de sudor, lágrimas y ocasionalmente sangre para volverse bueno en lo que hacen. Que la gloria es una posibilidad pero los errores, los errores vienen con garantía. Aparte de la muerte, la única otra cosa segura en esta vida es que te vas a equivocar una y otra vez.
Y también me tocó estar del otro lado, de gente que creía que las cosas simplemente se me facilitaban, ignorando todo el trabajo que tuve que meterle años antes para tener los resultados. Mi conclusión fue que de la misma manera en la que ellos asumían talento en mi, yo había ignorado el trabajo de otros y asumido que lo lograban sin mucho esfuerzo. En las palabras de Taylor Swift: ‘I’ve never been a natural, all I do is try, try, try.’
Así como tuve la credulidad de tomarme en serio un comentario de un niño de 7 años, tuve la credulidad de tomarme en serio a una editora de video de Boston que sube sus videos haciendo su propia ropa. Si ella empezó desde cero y ya puede recrear ropa de sus películas favoritas, ¿por qué yo no? Así que me inscribí a un curso de costura.
Racionalmente, entiendo que nada es gratis en esta vida y que en lugar de talento, lo que te vuelve bueno es la perseverancia. Pero no te voy a mentir, cada que pruebo algo nuevo, tengo una pequeña parte de mi que le ruega al cielo que esto sea para lo que estoy hecha, aquello que mágicamente coincida con mis conocimientos y talentos y que haga que me sea más fácil avanzar que al resto. Entonces me senté frente a la máquina de coser con esa secreta esperanza.
Si eres lectora o lector de este newsletter ya sabes cómo me fue. Mi esperanza se fue deshaciendo irremediablemente clase tras clase. No sólo no tenía ninguna ventaja natural, sino que era más lenta que el resto. Tan así que fui la única alumna que no terminó la prenda de muestra con la que teníamos que graduarnos.
En Navidad, aproveché para ponerme al corriente con una amiga y le comenté lo mala que yo era cosiendo. Ella en automático se puso a decirme que seguro estaba siendo muy dura conmigo misma, que probablemente estaba exagerando. Amablemente la interrumpí y le dije que no era una queja, simplemente una apreciación honesta del asunto y que no necesitaba que me convenciera de lo contrario para hacerme sentir mejor.
Ahí fue cuando tuve una revelación: el hecho de ser mala en algo no me había quitado las ganas de seguirlo haciendo.
El reeducar mis expectativas fue uno de los mejores regalos que recibí esa navidad (el otro fue una máquina de coser, para seguir practicando).
¿Y tú? ¿Qué cosas dejaste de intentar por miedo a equivocarte?, ¿Qué cosas sigues intentando sólo por el placer de hacerlas, sin esperanzas de ser el mejor en ese campo?, ¿eres de esos tocados por los dioses que ya encontró aquello que se te da con facilidad?