Imagina que tienes oportunidad de conocer la fábrica en la que hacen tu producto favorito: tal vez el café que te despierta todas las mañanas o ese jabón que huele rico y hace que te sientas limpio o los calcetines que te mantienen tus pies calientitos con este frío.
Diez años después otra vez visitas la línea de producción de este producto y platicando con los trabajadores te enteras que aquella máquina que viste aún sigue en operación. Te detienes para verla y si bien sigue trabajando con la misma velocidad que hace diez años, ya no tiene el brillo de máquina recién ensamblada. Le ves algunos rasguños, manchas dejadas por el aceite y unas piezas de diferente color y textura, porque cuando se descompuso tuvieron que meterle refacciones.
Aunque ya no se vea igual que hace diez años, tú entiendes que la máquina sigue cumpliendo con su propósito. También entiendes que es ilógico esperar que tenga exactamente el mismo aspecto después de haber hecho tanto.
A diferencia de las máquinas en las fábricas, que a veces paran para recibir mantenimiento, la máquina que es nuestra piel está en funcionamiento 24/7. No descansa ni cuando estamos dormidos y el resto de nuestro cuerpo lo hace. Se dobla para expresar nuestras emociones. Recibe el sol, el polvo y la humedad del lugar en el que estamos.
Pero, a diferencia de la máquina, aquí SI esperamos que los años pasen sin que se note. Inyecciones, cremas, sueros y bebidas para evitar las arrugas. Incluso llegué a ver un popote para poder tomar agua sin arrugar los labios, previniendo las marcas de expresión.
El día que acepte que así cómo es ilógico esperar que una máquina funcione por 10, 15, 20 o más años sin mostrar signos del paso del tiempo, también es ilógico que mi piel se mantenga igual que cuando tenía 20. Ese día empecé a aceptar las líneas que ya empiezan a salir en mi piel y los lunares que antes no tenía. Es el precio que pago por el uso que le doy y es un precio que no me molesta pagar si significa que puedo seguir expresándome.