Hay un periodo de tu vida en el que Junio significa graduaciones. Tu graduación, la de tus amigos, la de tus primos. Y como hoy hace 7 años recibí un papel que acreditaba mi paso por la universidad, decidí escribir sobre lo que me enseñó el estudiar en una escuela pública.
Mi primer día de clases en la universidad fue también mi primer día de clases en una escuela patrocinada por el gobierno.
Primaria y secundaria las pasé en escuelas privadas administradas por monjas católicas. La preparatoria la hice becada en la prepa más cara del estado. Los pocos amigos con los que me gradué en prepa se habían ido a otros estados a estudiar medicina. Mis primos mayores habían hecho el camino contrario, de una prepa pública a una universidad privada, así que no había quién me diera guía.
Ese primer día de clases era yo contra el mundo.
Cuatro años y medio después, éramos mi título, mis aprendizajes y yo contra el mundo.
¿Qué fue lo que me enseñó la universidad autónoma de mi estado?
A no dejar que la burocracia te derrote
Entre los dos campus, las dos prepas y los posgrados, la universidad maneja alrededor de 15,000 estudiantes cada año. No logras manejar esa cantidad de gente sin algo de carga administrativa.
El tener que redactar oficios para conseguir que nos prestaran el autobús de la federación de estudiantes para un viaje escolar, el escribir los correos más claros posibles para conseguir que la encargada del departamento de movilidad revise tu situación, el renovar tu credencial porque perdiste tu cartera en un jardín y muchos ejemplos más, me enseñaron el cómo, cuándo y con quién para obtener lo que necesito de alguien que tiene un cargo administrativo y ni siquiera sabe que existo.
Que la responsabilidad de aprender depende de ti.
Afortunadamente puedo contar con los dedos de la mano los malos profesores que tuve en la carrera.
Profesores que se sabían intocables sin importar que tan mal les fuera en la evaluación de alumnos.
Profesores que copiaban el libro completo al pizarrón para después hacer que lo copiaras en tu cuaderno.
Profesores que no cubrieron ni la mitad del tiempo que se suponía debían estar frente al grupo.
Aún así, había un examen que acreditar y no iba a dejar que la ineptitud de una persona me impidiera tener las calificaciones que necesitaba para irme de intercambio.
Me hice cargo, utilicé la biblioteca tanto física como virtual de mi universidad, hice grupos de estudio para que los estudiantes que sí entendían nos explicaran a los otros, me volví una pro de Google Books para poder completar mis reportes de laboratorio, adquirí la habilidad de traducir las fórmulas que vienen en los libros de ingeniería.
El sufrir con malos profesores me dió uno de los aprendizajes más valiosos de mi vida.
Que venimos en todas formas, colores y sabores.
Cada persona es un mundo pero si siempre convives con personas de tu mismo rincón, se te olvida. La universidad me dió acceso a todo tipo de personas.
Desde la que había llegado borracha al examen de admisión porque no quería estudiar en esa universidad y pensó que así podía convencer a su mamá de que si había hecho el examen pero no lo paso y tenían que buscar otras opciones hasta la que se levantaba todos los días a las 4:30 de la mañana para tomar el transporte de su pueblo hasta la universidad.
Desde aquel inventor que solo estaba en la carrera para aprender la suficiente química para mejorar la fórmula del concreto, hasta las gemelas que reprobaron cálculo y tuvieron que moverse a una carrera que no llevara esa materia.
Descubres personas que quisieron tomar tu carrera pero no se animaron porque la química no se les da.
Descubres personas que están estudiando cosas que tú no estudiarías ni en un millón de años porque suenan tan interesantes como ver el pasto crecer.
Descubres el privilegio que es poder concentrarte sólo en estudiar porque tus papás pueden cubrir tu carrera.
Descubres adultos que regresan a la universidad pasados sus 40s, por el gusto de aprender o por la necesidad de reinventarse.
Que el primer paso para conseguir las cosas es preguntar por ellas.
A la mitad de la carrera, entre como ayudante al laboratorio de biología molecular. Mi desempeño en el laboratorio era mediocre, no tenía los tres años de práctica que mis compañeros que estudiaron prepa técnica tenían.
Aún así, la que consiguió la posición fui yo y no ellos. Todo por animarme a ir después de clases a la oficina del Doctor y pedirle una oportunidad. Y seguir insistiendo hasta que conseguí entrar a prueba.
Así pase tarde tras tarde, aprendiendo de los técnicos, llevando la bitácora que me pedían, presentando cada mes los avances. Nunca llegué a ser extraordinaria en el laboratorio, simplemente avancé hasta un nivel aceptable que me ponía a la par del resto de los integrantes. Lo que me faltaba de talento lo compense con terquedad.
Le pedí a alguien que me diera una oportunidad y cuando me la dió, hice lo mejor que pude con ella.
Mucho de lo que aprendí en clases está perdido en algún rincón de mi memoria. Pero esos cinco aprendizajes siguen tan frescos como si estuviera recién graduada. Solo falta darle gracias a mi yo de 18 años que con todos los nervios del mundo, entró a ese salón de clases, dispuesta a aprender.
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