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En los 1790s, los revolucionarios franceses se toparon con un pequeño problema que no podían resolver con el uso liberal de la guillotina: mientras la iglesia católica siguiera siendo la mayor escuela del país, no iban a conseguir quitarle su poder ni hacer que las nuevas generaciones crecieran con la mirada científica de la Ilustración.
Para lograr una verdadera transformación, el estado debía hacerse cargo de la alfabetización de sus ciudadanos. A fin de cuentas habían puesto el derecho a la educación como parte de la Declaración de los Derechos del Hombre y no había manera de echarse para atrás. Así que a prueba y error montaron un sistema de educación pública y poco a poco el porcentaje de la población que sabía leer y escribir fue subiendo.
Y luego se toparon con el siguiente problema: ¿cómo lograban que la lectura se volviera parte del día a día de la población recién educada para no perder todo el esfuerzo que les había costado enseñarles?
Antes de que creas que es impensable que se te olvide el cómo leer en tu propio idioma, recuerda aquél idioma que empezaste en duolingo para abandonarlo después de tres meses o aquel que estudiaste un semestre, ¿qué tan cómo te sentirías leyendo una noticia en ese idioma? Probablemente no mucho.
Pues así se sentía un ciudadano promedio francés, que antes de la revolución tenía un señor feudal al cual pagarle su parte de la cosecha y que los únicos documentos que necesitaba leer en su vida eran los testamentos.
Pero donde hay una necesidad, hay un emprendedor buscando la manera de hacer dinero con esa necesidad.
En este caso fueron los periódicos los que ayudaron a mantener y extender la alfabetización a través de una de las herramientas presentes desde el inicio de la humanidad: el contar historias.
Estas historias no tenían nada que ver con las noticias diarias, sino que venían al final de la página o en un cuadernillo aparte. Cada semana ibas leyendo sobre las aventuras de un héroe, sus enfrentamientos con la policía corrupta, sus romances con las damas de la corte, sus viajes a tierras exóticas en las que se encontraba con un mago con poderes sobrenaturales y más. Crucialmente, cada capítulo terminaba en un punto emocionante, de manera que el lector se quedara intrigado y regresara al siguiente a comprar su periódico para averiguar cómo es que el héroe había logrado salir adelante.
Muchas de las novelas que hoy consideramos clásicos fueron publicados con este formato: El conde de Montecristo, Guerra y Paz, Historia de dos ciudades, entre otras.
Esos capítulos, publicados después como novelas completas en papel barato, hicieron gran parte del trabajo de alfabetización de las clases más humildes. A fin de cuentas, no basta con tener la herramienta, hay que tener tener un espacio dónde aplicarla y que sea de fácil acceso.¿Cuántas veces has escuchado que el internet es algo “revolucionario”?
Probablemente unas cien veces o más. Y realmente si lo ha sido, nos dió un acceso a la información que muchos intelectuales imaginaban en sus fantasías más locas.
Lo que no escuchamos es que estamos en la situación de ese siervo feudal francés que en cuestión de una década vió caer la estructura social heredada de sus padres y se enfrentó con la necesidad de alfabetizarse para poder operar en el siglo que comienza. Nos guste o no, todos somos en alguna medida analfabetas digitales en este siglo XXI y en nuestra responsabilidad queda el sacudirnos ese analfabetismo.
Y así como los escritores te dejaban en suspenso para terminar de contarte la historia en la siguiente entrega semanal, yo voy a dejar pendiente el cómo Instagram, Youtube, Microsoft Office y Google son los nuevos periódicos: herramientas de fácil acceso para promover la alfabetización digital.
https://www.nuevatribuna.es/articulo/historia/revolucion-francesa-educacion/20170322112557137911.html
https://es.wikipedia.org/wiki/Follet%C3%ADn